ETERNO BORRADOR DE UNA MENTE SIN TALENTOS

Como caderear al ritmo del tun-tun o como desarticularse en un flash de neón en sintonía con el Dj, pero bajo el amparo del La Literatura: o de hacer cualquiera pero con cara de inteligente.

miércoles, 9 de abril de 2008

ZOMBIE(reformulación)

El cuento fue mutilado. Un poco, pero demasiado cualitativamente. Agradezco a Pablo que fue el primero en señalar las pequeñas virtudes, y también en indicar lo que sería reiterativo: el fallido del final. A F. e Y. por leer el cuento, y subrayar su simpatía sin dejar de ser criteriosas. Y aunque tod@s me condujeron a focalizar el mismo punto modificable-el final- debo hacer un breve apartado: F. fue capaz de responderse sóla su pregunta acerca de la posibilidad de que el arte se piense a sí mismo-independientemente de la intención de un sujeto- al señalar que lo que arruinaba el cuento era la intromisión arbitraria de mi parte en la dinámica narrativa del cuento-al final- para "salvar" del patetismo al personaje homónimo. El cuento, su angustia fragmentaria, se autodeterminaba a sí mismo su cierre, y YO-ego- no ha´cía más que arruinar eso. A F. entonces, que no sólo se respondió la pregunta que me formuló a mí, sino también que me la explicitó. Una vez más, y van...

“Escribir es una forma éticamente elevada de ejecutar venganzas mezquinas.” Pablo Natale

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Mi pieza tiene las paredes desnudas, sin fotografías ni cuadros célebres. Pero hay una inscripción escrita con tiza violeta en el ángulo inferior derecho, bajo la mesada de luz, en caligrafía mínima: el amor es una piedra suspendida en dirección a una calesita, y una meada sobre una columna blanca. La frase tuvo un antecedente, un dibujo sin destreza. Está a su lado. No sé cuál ilustra a cuál. Sé que sólo yo conozco esa huella. Que esposa lo ignora. En la mesada, dentro de uno de sus cajones, hay un mapa de la provincia de Salta. Una ciudad marcada con un punto. Violeta, el punto. Más que rojo-pasión. Violeta-piedra-meada. Orán.

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Orán es una ciudad. Listo. Pero Orán es esa foto ya sepia sobre mi almohada, también. Mis dos hermanos y yo sentados en una tapiecita de ladrillos que recorría las cuatro cuadras de la plaza, cercándola. Un sitio inocente, simbólico. Mis hermanos miran la cámara, sonríen. Es el recuerdo que van a dejar a Papá una vez que nos vengamos a Córdoba, repite mamá al lado del fotógrafo. Hermanos atraviesan el lente de la cámara hacia las pupilas de Papá, sonríen. Yo, nene, la cara distraída. Levemente, para que Mamá no rete, ni Papá desconfíe. Orán es esa foto de unos hijos diciendo adiós, pero sobre todo ahora es el fondo apenas sumergido en la oscuridad de lo desenfocado. Un fondo que llama la atención justamente por la tensión en el semblante del niño Javier, el mío. Una a cada costado del arenero central, las calesitas. Dos calesitas cada una con un dueño propio, tan similares físicamente y de carácter, pero tan enemistados y con bronca mutua. Una bronca que obviamente anclaba cierto origen en el bolsillo y la billetera, pero que lo superaba por una confrontación con tintes éticos. Una lucha que se extendió a todos los chicos de la ciudad, al menos los que íbamos a la plaza. Como una tradición, elegir una calesita era ser marcado a fuego, tatuado, individualizado. Cada calesita tenía industrialmente una morfología, sus personajes, su música. Si la de Ernesto resplandecía en brillantes colores empalagosos, con todos los personajes de Disney en su plantel, y la música era temáticamente infantil; la de Hugo era una provocación, una apuesta a madres sin los pruritos de la pedagogía infantil de nuestras abuelas: una pintura opaca, umbría, imperfecta por desmembramientos de parcelas pintadas, yuxtapuesta a personajes de series terroríficas o fantásticas, como Frankenstein, Drácula, Zombies, todo orquestado por algo que ahora sé es un rock anglosajón al estilo de Radiohead, pero un poco más enfiestado. Una confrontación sin tregua la de Ernesto y Hugo; un choque que tenía sus secuelas entre los chicos que al elegir una calesita, elegíamos a su vez con quién íbamos a compartir la Coca y con quién íbamos a sentir el disgusto placentero de un puño rompiendo un diente. Intuitivamente, como por un mecanismo de relojería, corrí desenfrenado la primera vez a la de Hugo. Orán era Mamá llorando a escondidas en el garaje por Papá. Oran no podía ser simultáneamente Javier montando a Mickey en el destello alucinatorio de una melodía feliz. Sin permiso a Mamá, sin siquiera desafiarla, me arrojé al punto negro de la calesita de Hugo. Ahí un pibe, Gon, me instruyó en la épica del odio. Al día siguiente pude observar cómo tres de los pendejos afiliados a Ernesto arrinconaban a Gonzalo para castigar su camino de diversión desviado. La calesita de Hugo. Eran más grandes, estaban provistos de las armas de los chicos, palos y piedras. Desventaja total. Las rodillas asumieron un movimiento propio, el miedo; pero al observar a media cuadra, lejos pero interpelante, mi figura preferida, el zombie, también mis brazos y boca y garganta asumieron una dinámica propia, la fidelidad. Corrí hacia ellos, y ahí supe cuanto gozo hay en una derrota compartida. Orán es una ciudad, dice el mapa que guardo a escondidas de esposa, al Noreste de Salta, casi lindando con Bolivia. Sí. Pero sobre todo, Orán es Gonzalo y yo cagados a palos esgrimiendo la venganza mientras nos limpiamos la sangre, él arriba de Drácula y yo del Zombie. Todo eso que en la foto para Papá se puede ver en la leve distracción del Javi niño.

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Una americana es como un boliche pero sin alcohol. El deseo, el histeriqueo y la traición son los mismos. Lo que cambia entre la infancia y la adolescencia no son los valores sino el alcohol. Las americanas del San Antonio de Padua eran todo lo que se quisiera menos un respeto al nombre religioso del colegio. Ahí se aprendían varias cosas, que las minas desde chicas no quieren ser santas ni objetos de devoción, quieren ser besadas; que la mejor mentira es una verdad dicha brutamente; y que la amistad nunca es absoluta sino relativa a una concha. Saberes que son más bien consignas difusas que con el tiempo uno termina por valorar más que las innumerables páginas que fuimos acumulando en el San Antonio. Quizá porque en una lo que se juega es el cuerpo. Orán es el título que le pondría a un libro de aprendizajes si alguna vez lo escribiera, con un subtítulo que dijera “Americanas del San Antonio”. Como con la calesita, elegir la chica que te gusta instituye afiliaciones y peleas. No hizo falta mucho para que me decidiera. El primer día pasaron dos cosas; la primera, cuando la maestra de Literatura estaba dando su clase una alumna bostezó, y cuando la maestra le preguntó Por qué bostezás sin mirarla y todavía con la boca en circunferencia le respondió por preguntas como esa.; la segunda, cuando espiábamos el baño de las nenas con Gonzalo escuché a una confesarle a la amiga nunca nadie me dijo que soy una chica fácil, que vida triste la mía. Irreverencia y despojo moral, y en ambos casos un mismo nombre: Florencia. Una vez impuesta Florencia, Gonzalo-ya mi aliado en calesita y mejor amigo- dibujó la escena, mis rivales y chances. Pocas, demasiado pocas. Mi trabajo, entonces, debía ser de hilado fino. Sutil, a largo plazo. Y fue así hasta esa americana. Todo decidido. Había desterrado a los otros chicos, como en la lucha con los de Ernesto. Una americana es como un boliche, con el deseo, el histeriqueo, la traición. Orán, su acento agudo es esa americana, el patio interno de la escuela, donde estaban los repuestos de las gaseosas. Florencia, luego de haber bailado con ella más de lo que mis piernas podían, se había esfumado. Cuando una mina no está con uno, está con otro. Apoyada sobre una columna blanca, retorciendo su boca aún torpe en otra boca un poco más experta. Quizá la más entrenada, la que me enseñó. Gonzalo sentenciándome que un beso no se desprende ni espera la escenografía y la situación perfecta, un beso se arrebata. Un beso violento, para una chica fácil, que bosteza ante la expectativa estúpida. Las rodillas asumieron una dinámica propia, el miedo; la mano de Gonzalo descendiendo trémula hacia la cola, la misma que me levantó en aquella paliza entre bandas, hicieron que mi voz asumiera también una dinámica propia, lealtad. Hacia mí. Di media vuelta y no dije nada. Mi mirada sobre la tanga de mi esposa tiene toda la fuerza del silencio de años. El libro de aprendizajes titulado Orán se lo dedicaría a Gonzalo y a Florencia. Porque la misma mano puede limpiar la sangre y perderse en el mullido culo de la mina querida. Ningún cura del San Antonio me enseño eso.

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Esposa, parada al filo de la cama, remera larga hasta la zona fronteriza de los muslos, me llama. Pregunta por mi viaje. Volví de Orán. Fui, según sabe Esposa, a visitar a un amigo. Allá hice dos cosas. Ni bien bajé de la Estación tomé un taxi hasta la plaza. Parado en el arenero, en la frontera, agarré una piedra considerable, pesada pero arrojable. Hice mi mayor esfuerzo y la proyecté hacia el zombie. Antes de que se estrellara, dí media vuelta y enfilé hacia la escuela. Pude escuchar el ruido latoso. Pero lo que importaba era mi fuerza al arrojar la piedra, y la parábola en el aire. El choque era superfluo. Una vez al frente del San Antonio, violenté la cerradura. En trance, recto, sin vacilar, caminé hacia el patio interno. Apoyé primero mi espalda a la columna blanca, imaginé a Flor experimentando ese arcaico temblor del goce, el abdomen impulsivo de Gonzalo que le arrebató un beso como la chica fácil que quería ser, la nariz de él rascando sus pómulos sin la tibieza amanerada de la caballerosidad de Javier. Entendí que alguien se había equivocado. Pero no supe quién. Me di vuelta, saqué la pija y meé la columna. No sé si existe en la geometría una figura para una certeza desesperante. Pero ahí la tatué. Un orín atizado. Luego, al salir, un móvil policial, la comisaría, multa por daño a la propiedad y otros tecnicismos legales, la estación, el ómnibus, casa. Y Esposa, el extremo inferior de la remera onduleando, preguntas. Le digo que vaya a buscar los forros, y mientras tanto corro la mesada de luz, y en la pared dibujo una piedra y la circunferencia de mi meada. Insatisfecho, escribo al costado, el amor es una piedra suspendida en dirección a una calesita, y una meada sobre una columna. Acomodo todo. Sobre el alcolchado, la foto de Javi-nene y sus hermanos. Esposa se tira pesada en la cama, la foto se voltea tangencialmente, descubriendo parte de su reverso. "Eduardo, son tus hijos y te quieren. Recordalos" Esposa mira mis manos, siempre mis manos.´Y ensancha sus piernas, los muslos rebalsando la contención fina de la remera. La lampara de la mesada titilea con intermitencia. Flashes. Claroscuros. A esta hora en el vidrio de la ventana se empaña toda la ciudad. Orán es el muslo delgado pero curvado de Esposa tajeando la frase de la foto. "..... Recordalos" Y tres mosquitos del lado de afuera de la ventana, chocando tercamente. Beso a Esposa que se expande desde los párpados, los pómulos, las comisuras, la garganta misma.

4 comentarios:

Pablo Natale dijo...

Está muy bien que digas "borrador inacabado". Honestamente, creo que no debería terminar ahí. Otra vez hay algo en el final que me hace ruido. Pero antes que el "disgusto": el nombre Orán para un periodo de vida está muy bien, le queda. El enfrentamiento de las calesitas es muy bueno, podría funcionar sólo, o reaparecer. No sé. Hugo vs Ernesto, suena demasiado real para ser Orán.
La prosa se deja llevar. Meditativa y expositiva, al mismo tiempo.
Seguí con eso, acá, o allá.

Zebra dijo...

Ja! llegué tarde, como siempre. Y para colmo los mocos han ocupado gran parte del lugar donde debería ir la masa encafálica... pero bueno.
A mi sinceramente los cuentos no me gustan. Quizás porque soy de hablar mucho y de "explayarme" así que el cuento como género siempre me quedó corto. Lo cual no implica que no pueda apreciar este.
Me gusta tu estética, es como lo que ando leyendo ultimamente. Un poco entrecortado, frases cortas.
Me gusta también cómo termina y empieza (¿no decía quiroga que era importante la idea para empezar pero también para terminar?). El heco de que la frase de la que trata el cuento en realidad se escriba al final es genial.
Lo de las calesitas ya aparció me parece, en un poemita. ¿no?
Es hiper publicable. Sabelo.

Equis dijo...

Como te podrás imaginar, mi primera reacción al recibir el texto en mi bandeja de entrada fue una queja: ¡Qué hijo de puta! Re largo y encima es un miserable borrador. Así que lo dejé en la agenda, para más tarde. Vamos a enumerar, como siempre, para que nada quede desapercibido por esa concentración tuya, tan fugaz como la mirada de la foto de tu infancia...

1) Creo que es lo mejor que leí de tu parte, y me ha gustado en extremo, mucho pero mucho. Claro que a mí sí me gustan los cuentos, los relatos cortos, las "historias mínimas".
2) Cuando empecé a leer, con esa bronca ya anunciada, dije "otra vez más de lo mismo", "qué tipo tan asquerosamente egocéntrico" "puaj..." "¿¿¿una meada???".
3) Cuando pasamos a 1, ya fue otra cosa. Me invadió un sentimiento de gusto (por conocer esa íntima rivalidad entre los dos grupitos) y curiosidad ansiosa por llegar a fondo.
4) Pensé que en 2 caías, pero no, fue "la hipérbole de la belleza" del relato. Finalmente puedo sentir empatía por este autor tan obtuso con el tema de los boliches.
5) Leí el texto original, como llegó, y me enamoré de él. Luego vine, leí los comentarios, tu texto en rojo, y finalmente las modificaciones. Pero mi fidelidad, como esa que aprendió el pibe, ya estaba con el texto viejo. Así que todos se pueden ir a la mierda, ¡volvé el texto a su original versión! Sos un criminal, un violador, exijo que se publique la versión original. Es decir, al menos publicá ambas versiones. Porque la segunda apesta.
6) Cuando leí el remate (de la versión única y original), pensé "ya le salió el ego de nuevo". Pero no importa, así es genuina la cosa. Así uno se da cuenta fácilmente que es una historia real (y no de ficción) la que estás contando.
7) Me recordó a "Mi caramelo" de la Bersuit.
8) ¿De qué frase del final habla Zebra? (Como siempre, se me ocurren al menos dos posibilidades.)
9) Sólo en la versión original, y ayudado por el comentario de Zebra (o una prudente relectura), cobra sentido el epígrafe.
10) ¿"Narr-acciones"? Sabía que con tanto estupefaciente terminarías hablando como Pinky.

Equis dijo...

11) ¡Ah! Y no es que tu ridículo ego intervino en el cuento. Fue el ridículo ego del protagonista el que intervino en su propio destino. Así funcionan las cosas, así son las historias reales. ¿Me explico? (¡Version original o muerte! ¡Muerte a las salvajes reformulaciones!)